Olga Orozco

Poemas



Esfinges suelen ser Una mano, dos manos. Nada más. Todavía me duelen las manos que me faltan, esas que se quedaron adheridas a la barca fantasma que me trajo y sacuden la costa con golpes de tambor, con puñados de arena contra el agua de migraciones y nostalgias. Son manos transparentes que deslizan el mundo debajo de mis pies, que vienen y se van. Pero estas que prolongan mi espesa anatomía más allá de cualquier posible hoguera, un poco más acá de cualquier imposible paraíso, no son manos que sirvan para entreabrir las sombras, para quitar los velos y volver a cerrar. Yo no entiendo estas manos. Sí, demasiado próximas, demasiado distantes, ajenas como mi propio vuelo acorralado adentro de otra piel, como el insomnio de alguien que huye inalcanzable por mis dedos. A veces las encuentro casi a punto de ocultarme de mí o de apostar el resto en favor de otro cuerpo, de otro falso plumaje que conspira con la noche y el sol. Me inquietan estas manos que juegan al misterio y al azar. Cambian mis alimentos por regueros de hormigas, buscan una sortija en el desierto, transforman la inocencia en un cuchillo, perseveran absortas como valvas en la malicia y el error. Cuando las miro pliegan y despliegan abanicos furtivos, una visión errante que se pierde entre plumas, entre alas de saqueo, mientras ellas se siguen, se persiguen, crecen hasta cubrir la inmensidad o reducen a polvo el cuenco de mis días. Son como dos esfinges que tejen mi condena con la mitad del crimen, con la mitad de la misericordia. ¡Y esa expresión de peces atrapados, de pájaros ansiosos, de impasibles harpías con que asisten a su propio ritual! Esta es la ceremonia del contagio y la peste hasta la idolatría. Una caricia basta para multiplicar esas semillas negras que propagan la lepra, esas fosforescencias que propagan la seda y el ardor, esos hilos errantes que propagan el naufragio y la sed. ¡Y esa brasa incesante que deslizan de la una a la otra como un secreto al rojo, como una llama que quema demasiado! Me pregunto, me digo qué trampa están urdiendo desde mi porvenir estas dos manos. Y sin embargo son las mismas manos. Nada más que dos manos extrañamente iguales a dos manos en su oficio de manos, desde el principio hasta el final. Corre sobre los muelles Hace ya muchos años que corres dando tumbos por estos laberintos y aún ahora no logro comprender si buscas a borbotones la salida o si acudes como un manso ganado a ese último recinto donde se fragua el crimen con las puertas abiertas. Sólo sé que me llevas a cuestas por este mapa al rojo que anticipa el destino y que acato las tablas de tu implacable ley bajo el hacha de un solo mandamiento. Hemos firmado un pacto de guardianas en esta extraña cárcel que remonta en la noche la corriente, más abiertas que un faro, y no importa que a veces me arrebaten las sombras de otros vuelos o que te precipites con un grito de triunfo en el cadalso. Porque al final de cada deserción estamos juntas, con una llaga más, con un vacío menos, y pagamos a medias el precio del rescate para seguir hirviendo en la misma caldera. Pero ¿quién rige a quién en esta enajenada travesía casi a ras del planeta? ¿Quién soy, ajena a ti, en este visionario depósito de templos sobre lunas y jardines errantes sobre arenas? ¿Dónde está mi lugar entre estas pertenencias por las que me deslizo como la nervadura de un escalofrío? En cada encrucijada donde escarbo mi nombre compruebo que no estoy. ¡Sangre insensata, sangre peligrosa, mi sangre de sonámbula a punto de caer! No juegues a perderme en estas destilerías palpitantes; no me filtres ahora con tu alquimia de animal iniciado en todos los arcanos ni me arrojes desnuda e ignorante contra el indescifrable grimorio de los cielos, porque tú y yo no somos dos mitades de una inútil batalla, ni siquiera dos caras acuñadas por la misma derrota, sino tal vez apenas una pequeña parte de algún huésped sin número y sin rostro que aguarda en el umbral. ¡Vamos, entonces, sangre ilimitada, sangre de abrazo, sangre de colmena! Envuélveme otra vez en esa miel caliente con que pegas los trozos de este mundo para erigir la torre: tu Babel de un vocablo hasta el final. Has fundado tu reino en la tormenta, bajo el ala inasible de una desesperada y única primavera. Has acarreado herencias, combates y naufragios insolubles como el cristal azul de la memoria en la sal de las lágrimas. Has apilado bosques, insomnios y fantasmas embalsamados vivos en estas galerías delirantes que solamente se abren para volver a entrar. Has hurgado en la lumbre de la fiebre y el ocio para extraer esa tinaja de oro que irremediablemente se convierte en carbón. Has encerrado el mar en un sollozo y has guardado los ojos del abismo vistos desde lo alto del amor. Vestida estás de reina, de bruja y de mendiga. Y aún sigues transitando por esta red de venas y de arterias, bajo los dos relámpagos que iluminan tu noche con el signo de la purificación, mientras arrastras fardos y canciones lo mismo que la loca de los muelles o igual que una inmigrante que se lleva en pedazos su país, para depositar toda tu carga de pruebas y de errores a los pies del gran mártir o el pequeño verdugo: ese juez prodigioso que bajó al sexto día, que está sentado aquí, a la siniestra, en su sitial de zarzas, y que será juzgado por vivos y por muertos. De Mutaciones de la realidad (1979) De Museo salvaje (1974) VARIACIONES SOBRE EL TIEMPO Tiempo: te has vestido con la piel carcomida del último profeta; te has gastado la cara hasta la extrema palidez; te has puesto una corona hecha de espejos rotos y lluviosos jirones, y salmodias ahora el balbuceo del porvenir con las desenterradas melodías de antaño, mientras vagas en sombras por tu hambriento escorial, como los reyes locos. No me importan ya nada todos tus desvaríos de fantasma inconcluso, miserable anfitrión. Puedes roer los huesos de las grandes promesas en sus desvencijados catafalcos o paladear el áspero brebaje que rezuman las decapitaciones. Y aún no habrá bastante, hasta que no devores con tu corte goyesca la molienda final. Nunca se acompasaron nuestros pasos en estos entrecruzados laberintos. Ni siquiera el comienzo, cuando me conducías de la mano por el bosque embrujado y me obligabas a correr sin aliento detrás de aquella torre inalcanzable o a descubrir siempre la misma almendra con su oscuro sabor de miedo y de inocencia. ¡Ah, tu plumaje azul brillando entre las ramas! No pude embalsamarte ni conseguí extraer tu corazón como una manzana de oro. Demasiado apremiante, fuiste después el látigo que azuza, el cochero imperial arrollándome entre las patas de sus bestias. Demasiado moroso, me condenaste a ser el rehén ignorado, la víctima sepultada hasta los hombros entre siglos de arena. Hemos luchado a veces cuerpo a cuerpo. Nos hemos disputado como fieras cada porción de amor, cada pacto firmado con la tinta que fraguas en alguna instantánea eternidad, cada rostro esculpido en la inconstancia de las nubes viajeras, cada casa erigida en la corriente que no vuelve. Lograste arrebatarme uno por uno esos desmenuzados fragmentos de mis templos. No vacíes la bolsa. No exhibas tus trofeos. No relates de nuevo tus hazañas de vergonzoso gladiador en las desmesuradas galerías del eco. Tampoco yo te concedí una tregua. Violé tus estatutos. Forcé tus cerraduras y subí a los graneros que denominan porvenir. Hice una sola hoguera con todas tus edades. Te volví del revés igual que a un maleficio que se quiebra, o mezclé tus recintos como en un anagrama cuyas letras truecan el orden y cambian el sentido. Te condensé hasta el punto de una burbuja inmóvil, opaca, prisionera en mis vidriosos cielos. Estiré tu piel seca en leguas de memoria, hasta que la horadaron poco a poco los pálidos agujeros del olvido. Algún golpe de dados te hizo vacilar sobre el vacío inmenso entre dos horas. Hemos llegado lejos en este juego atroz, acorralándonos el alma. Sé que no habrá descanso, y no me tientas, no, con dejarme invadir por la plácida sombra de los vegetales centenarios, aunque de nada me valga estar en guardia, aunque al final de todo estés de pie, recibiendo tu paga, el mezquino soborno que acuñan en tu honor las roncas maquinarias de la muerte, mercenario. Y no escribas entonces en las fronteras blancas "nunca más" con tu mano ignorante, como si fueras algún dios de Dios, un guardián anterior, el amo de ti mismo en otro tú que colma las tinieblas. Tal vez seas apenas la sombra más infiel de alguno de sus perros. OLGA OROZCO Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero. Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe, el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas, la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones, y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer. Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron. De mi estadía quedan las magias y los ritos, unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor, la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos, y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron. Lo demás aún se cumple en el olvido, aún labra la desdicha en el rostro de aquélla que se buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes praderas, y a la que tú verás extrañamente ajena: mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo. Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo, en un último instante fulmíneo como el rayo, no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada entre los remolinos de tu corazón. No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza. No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo. Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños, allá, donde escribimos la sentencia: "Ellos han muerto ya. Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno. Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento". LAS MUERTES He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia, lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto, inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima; arena sin pisadas en todas las memorias. Son los muertos sin flores. No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos. Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el aprobio. Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra, mas su destino fue fulmíneo como un tajo; porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos vendidos por la dicha, porque solo acataron una ley más ardiente que la ávida gota de salmuera. Esa y no cualquier otra. Esa y ninguna otra. Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida. EN EL FONDO, EL SOL ¿Y hay que llegar al fondo de la taza para ver el destino? Aquí hay una ráfaga de estrellas, dos pájaros en vuelo, una sortija rota, y algo que se asemeja a una sombra, de pie, junto a una lámpara. Todo diseminado sobre un desierto blanco, un desierto de nieve, indescifrable. Tal vez sean tan sólo fragmentos ilegibles de días ya vividos, porciones de una historia desgarrada por los dientes despiadados del tiempo. Pero desde temprano yo vi mi porvenir en una nube, o en aquella burbuja de cristal donde había una casa vagabunda, con sus luces de fiesta y de leyenda, y un jardín encantado que llevaba de pronto hasta muy lejos -siempre, en el fondo de todo hay un jardín-, hasta la puerta oculta en la maleza para salir a los peligros y a la desconocida inmensidad, para volver a entrar, medrosa o deslumbrada, a mi tibio refugio, a mi aterciopelado paraíso. ¡Cómo brillaba entonces aquel sol! Pocos años después descubrí mi sentencia inscrita en el oscuro reverso de una piedra que rodó con el viento desde el final hasta el principio de todo mi camino. Y esa fue mi condena, mi mandato de fuego: encontrar la secreta escritura de Dios dispersa en las imágenes del mundo, debajo de la hierba, en el fulgor del rayo, en la memoria de la lluvia. Tentativa imposible la de enhebrar los signos, el cifrado alfabeto que comienza en el Verbo y termina en los huesos. ¡Y el sol ardía siempre sobre cada vocablo! A lo largo del tiempo leí más de una vez el fondo de mi suerte -el cielo y el infierno confundidos-, lo leí en unos ojos de chispas y de sombras, ojos para mirarse como en un largo insomnio de las nocturnas aguas -¡ah!, pero lo que ves en esas aguas no es lo mismo que ves a través de las lágrimas-. Yo me veía en ellas como la más intensa y eterna primavera, aunque siempre aspirada por los remolinos, por el vértigo al borde del abismo, hasta que sobre mí se condensó la noche, se cerraron las aguas. ¡Y hasta entonces el sol enceguecía como nunca Ahora estoy a solas, mi sombra desvelada frente al muro, contemplando la última señal que trazó en todas partes mi destino: una larga fisura que corre como un río, como una zanja negra, como un tajo. Tal vez sea el anuncio de la herida profunda que cortará mi vida para que mi alma salga de este mundo. Pero quizá ese tajo sea más bien promesa que amenaza: tal vez quiera decir que no es una frontera, un límite infranqueable entre mi ayer visible y mi mañana ciego, sino sólo la marca de la unión entre la breve tierra y el reino prometido. ¿Y el sol?, ¿Ya nunca el sol? Si miras en el fondo de la taza no verás nunca el sol del otro lado, desde aquí no verás nunca nada, sino un desierto blanco, un reflejo que impide la visión.